En ese ADN habitan memorias celulares que guardan emociones, vivencias y heridas heredadas.
Cada uno de nosotros es una página viva en la historia ancestral de nuestra familia.".
- El apellido COSTAMAGNA, encarna un legado de acontecimientos e historias humanas que merecen no sólo ser preservadas sino también celebradas, ya que representan la trama viva de sucesos de nuestra sociedad, un diálogo incesante entre pasado y futuro (lo que fue y lo que será).
Las fotos olvidadas que atesoraban los abuelos.
Hay momentos que pasan desapercibidos en muchas familias, generalmente cuando los abuelos ya se han ido. Es ese instante suspendido en el tiempo, cuando alguien —una hija, un nieto, una sobrina— abre una cajita cubierta de polvo, una caja de lata abollada, o un álbum con el lomo desgastado por los años desde el fondo de algún ropero… allí están.
Las fotografías.
Blanco y negro. Sepia. Algunas, apenas respirando entre el papel gastado. Las mirás, y de pronto, pareciera que se abriera una ventana hacia otro siglo. Rostros diversos, personas vestidas de domingo, miradas serias pero cargadas de solemnidad. Posaban con la formalidad de quien intuye que ese pequeño rectángulo será, algún día, lo único que quedará de ellos y su historia.
Los abuelos las miraban como quien custodia un tesoro del alma. Las tomaban entre dedos temblorosos, con una mezcla de ternura y respeto, y al tocarlas, despertaban mundos dormidos:
«Acá está mi nono Pedro, que vivía en Felicia», decía la nona con voz emocionada.
«Esta, es tu tía abuela Asteria, pobrecita... la que partió tan joven»
«Tu bisabuelo José, el que llegó en 1908 acá a San Guillermo...»
Y con cada foto, no solo resurgía un nombre, sino también una escena antigua, un gesto, una historia narrada con detalles entrañables y la calidez de aquellos que aman lo que rememoran.
Porque eso eran: fragmentos de una ascendencia, trozos del fuego que conformó nuestra esencia. Raíces invisibles que, aunque no las veamos, siguen nutriendo lo que somos.
… Y recuerdo que mis abuelos, visionarios y con esa lucidez amorosa que da la experiencia, me mostraron uno a uno los rostros en esas fotos. Me indicaron sus nombres completos y el parentesco. «Anotá», decían, «para que cuando nosotros no estemos, ustedes sepan quiénes son». Y así lo hice. Porque entendí, desde entonces, que la memoria es un acto de afecto, y que mencionarlos es una manera de honrarlos.
Pero luego —como sucede tarde o temprano con quienes tanto amamos, y sin pedir permiso— los abuelos se van. Y las fotos quedan.
Reposan mudas, solas, esperando esas manos que nunca más regresarán. Nadie las observa en las noches tranquilas. Nadie recuerda si el de la esquina era primo o un viejo vecino. Nadie escucha las historias que susurraban cada imagen.
Y así, poco a poco, se apagan. No solo en su nitidez, sino también en la memoria.
Se convierten en viejos retratos, sin relato. Reliquias sin testigos. Terminan en cajones que ya nadie abre o, peor aún... desechadas, quemadas, condenadas al olvido.
Y con ellas no se pierde solo una imagen. Se rompe un lazo invisible que nos unía con nuestros ancestros. Porque no somos solo lo que vemos en el espejo. Somos también las voces del pasado que nos antecedieron, los silencios que nos moldearon, los rostros que nos soñaron antes de que llegáramos.
Y a veces, al mirar con detenimiento, descubrís un parecido: rasgos faciales, la forma de los ojos, la curva de una sonrisa. Y en ese instante comprendés que, aunque no lo hayas conocido, una parte de ese familiar todavía permanece en vos, atravesando el umbral del tiempo, como si desde algún rincón del ayer, siguieran recordándonos quiénes somos y de dónde venimos.
Quizás un día, alguien —un descendiente curioso, un buscador de almas— encuentre una de esas fotos y se pregunte:
¿Quién era esta mujer de ojos profundos?
¿Quién es este niño con tirantes y expresión tan particular?
Y entonces, tal vez, la historia vuelva a florecer.
Porque mientras exista una foto, mientras alguien observe con asombro y sienta curiosidad... la historia no se apaga, ni la sangre se olvida. Siguen hablando los rostros. Siguen latiendo los recuerdos y una parte de nosotros, también persiste.
MARCELO COSTAMAGNA